Después de una siesta cocinándose a fuego
lento en sus propios sudores, por el
calor ecuatorial que hace en el trópico chapareño, Ivan, Álvaro y Marcio, aún
aturdidos por el empacho maldormido después de almorzar y por el incesante cambio de turno de los
mosquitos carniceros que no daban respiro, despertaron para continuar con su
improvisado viaje de vacaciones familiares.
Dormían en la planta alta de una casa de
madera construida con un falso piso bajo, como planta baja para las
inundaciones y para protegerse de las fieras del trópico, con palos de palmeras
usados de pilotes y de pared, con un primer piso de madera abierto a los cuatro lados, al que se llegaba por una escalera que era un tronco bruto, al que se le
habían sacado muescas a machete limpio cada tantos centímetros, con un techo de
dos aguas hecho de hojas de palmera, de cuyos costillares se colgaban los
mosquiteros encima de los colchones de paja, y con la luz de una lámpara que
funcionaba con una garrafa de cocina.
Erasmo
era el dueño de la casa, fuerte campesino, más moreno por el pincél del sol que
por nacimiento y con una sonrisa en la que el oro había reemplazado a los
dientes, curtido por el trabajo en esas tierras y experto en sus secretos, se encontraba
descansando sentado en uno de los lados de la habitación campestre, con un bólo de coca en la mejilla y un papiro humeante envuelto en su labios, a modo de
cigarrillo…Vio la fatiga de los tres muchachos recién despertados por el calor
y los mosquitos, y al ser solo los cuatro despiertos los llamó para que se
acercaran en silencio.
Los niños decorados con gotitas brillantes en
toda la cara se le acercaron y Erasmo sacó una bolsa trasparente llena de papeles
enrollados desiguales y pequeños. Atados como los antiguos cuetillos
artesanales, en círculos de capas concéntricas.
Sacó uno y lo encendió con un fósforo,
haciendo una pequeña brasa en la punta, y en seguida se lo ofreció a Iván -Esto
es lo mejor para alejar a los mosquitos-. Álvaro y Marcio miraban curiosos como
Ivan agarraba el rollito amarillento y daba la primera pitillada de aquel pucho
destartalado, haciendo una bola en los cachetes, Ivan sintió ese humo tibio y
picante, con dejo de humedad, olor y sabor a cigarrillo, pero más intenso, y
expulso el humo con un gesto de tos.
Ivan se lo alcanzó a Álvaro, quien tosió un
poco después de aspirar el humo blanquecino, y quien luego se lo dio a Marcio,
quien aspiró un poco y lo soplo de inmediato, siendo él que mejor resistió
aquella humareda tóxica.
Cada uno recibió el suyo propio y soplando el
humo a sus brazos y piernas entre cada bocanada, aliviaron por ese tiempo el
ataque de todas las variedades de minúsculos vampiros, los mariguíes, los
polvorines, y los insoportables zancudos
Eran "Cuyunas", el cigarrillo de pobres que
les sirvió aquella tarde para alejar por unos minutos a los insoportables
chupasangre, y les dejo un ligero dolor de cabeza y los ojos irritados.
Durante esos minutos entre humos, Erasmo les
hablo del día siguiente, en el que tenía que ir a recoger un encargo a un chaco
más o menos lejano al suyo, y quería que los tres muchachos lo acompañen.
Lo que ellos no sabían es que el paseo era
falso y que Erasmo había confabulado con la mamá de los niños para darles un
buen escarmiento por lo traviesos que se habían estado portando durante ese
viaje, y no era para menos, los tres juntos y sin nada que hacer, en medio de
la selva, eran un agente de destrucción masiva.
Lo que habían acordado con la mamá era que
Erasmo los internaría en el monte, y que cuando estuvieran en algún lugar
inhóspito y tenebroso, se alejaría con alguna excusa, dejando a los niños solos
durante un tiempo en el que empiecen a creer que habían sido abandonados, y se
asusten, y una vez asustados volver con ellos para calmarlos y devolverlos a la
choza.
El plan iba muy bien, los mancebos aceptaron
el paseo con entusiasmo, nada les llamaba más la atención que una aventura en
la selva, así que esa noche durmieron ilusionados.
La mañana siguiente pasó muy lento, entre
calores sofocantes, chapuzones en el arroyo de agua cristalina y juegos de
niños.
Ya en la tarde, después de haber almorzado,
los niños se alistaron para el paseo, Erasmo se puso sus botas negras de goma,
encargó el uso del machete a Ivan, para ir clareando la senda y se puso el
viejo fusil de salón al hombro, protección necesaria por las fieras locales, y
por si había la oportunidad de cazar algo que les dé de comer algunos días.
Caminaron durante mucho tiempo, en senderos
anegados y lodosos, cruzaron por arroyos, pequeños, otros grandes, entre
bananeros, cocales y pastizales que eran de su altura, empapados de sudor pero
divertidos con la aventura.
Cerca del atardecer las chicharras y otros tipos
de insectos cantores empezaron su
concierto ensordecedor, el sol se perdía poco a poco entre la hojarasca y el
cielo se iba oscureciendo. Entraron a
una parte de la selva con arboles enormes y rectos, aun más oscura que la parte
previa, en la que entraba cierta luz gracias al camino de camiones que lo
cruzaba, caminaron unos metros entre los arbustos mojados.
Erasmo vio que era un buen lugar para ejecutar
el plan, así que alcanzándole el viejo
rifle a Ivan dijo- Esperen aquí un rato, voy al baño-. Y se fue acelerado donde
los niños no podían verlo, ni escucharlo, desapareciendo entre los espesos
matorrales.
Los tres pequeños quedaron a solas en la selva
cerrada y oscura, con el ruido ensordecedor de las chicharras y sin nada que
ver en realidad, excepto el rifle.
Nunca habían tenido un arma en sus manos, Ivan
sabía muy bien que no era un juguete, así que lo agarro apuntando al piso, pero
con la banda cruzada en el hombro, para ponerla pronto en posición para disparar,
si es que fuera necesario… Había visto muchas películas, así que sabía bien cómo
hacerlo.
Esperaron unos buenos minutos a que Erasmo
volviera, pero este no daba señales de ningún tipo.
Los ruidos en la selva empezaron a parecer
sospechosos, aumentados por la prolífica y exagerada imaginación infantil, se
sentían observados, acechados por bestias furibundas desde las sombras, y cada vez más pequeñitos en aquel universo enorme, verde y
húmedo.
Sin embargo unos crujidos muy reales
interrumpieron sus miedos y pensamientos, casi encima de ellos, a solo unos
cinco o seis metros de distancia en unos árboles cercanos, las ramas empezaron a moverse, y las hojas a
crujir y a caer, los tres se miraron entre ellos y se dieron cuenta que no era
su imaginación o algún producto del temor lo que estaban viendo y escuchando,
si no algo muy real, por lo oscuro de la jungla no podía apreciarse lo que
producía aquellos sonidos que iban aumentando, y parecían cubrir toda la copa
de aquel árbol, hojas secas caían bailando desde aquellas sombras incógnitas
que se movían por encima del maltrecho trío.
Un par de ojitos blancos aparecieron de
repente, mirando fijo a los niños, y tan intrigados como ellos, sin saber qué
eran esos tres bípedos que miraban inmóviles desde abajo, de repente otro par
de ojos más y otro... Seis ojos mirando desde las sombras.
Entre la penumbra y la contraluz pudieron
distinguir las tres caritas hociconas, como perritos negros, con orejas
puntiagudas, patas delanteras gruesas y manos con garras, y colas largas y
felinas, nunca habían visto animales
así, ni siquiera en libros, era como si un perro hubiera querido de repente ser
un mono, y hubiera convencido a otros dos amigos.
Además tenían en el cuello, en la parte de adelante, a modo
de corbata, otro tono de piel, blanca o amarilla, como se veía en la poca luz
que había…
Álvaro e Ivan intercambiaron miradas, y
algunas palabras- ¿Que son esos? ¿Nos atacaran? ¿ Les disparamos? ¿Lo llamamos
al Erasmo...? No se ponían de acuerdo ni sus pensamientos ni sus palabras.
Ivan puso el rifle en posición alzada, pero
sin apuntarles a los perros arbóreos. Solo preparado, y los tres quedaron muy atentos
a cualquier cosa que hagan las criaturas, las cuales perdieron el interés por
los niños a los pocos minutos, y se adentraron en la espesura de las ramas con
mucha agilidad, desapareciendo si dejar rastro.
Los tres niños empezaron a gritar por Erasmo,
que apareció cerca, con cara de venir al rescate, pero se encontró con los
muchachos emocionadísimos por la visión,
contándole a gritos unísonos y desordenados cada detalle de lo que habían visto y describiendo a las
pequeñas bestias.
Erasmo las identifico de inmediato como ¨Viejos
del monte¨ o tayras, que habían estado en días pasados depredando a sus
gallinas, habiendo causado varias bajas.
Agarrando el rifle corrió en la dirección que
le indicaron los niños se habían ido los simios caninos, pero no encontró
ningún rastro.
Emprendieron el camino a casa, y llegando no
dieron descanso a su mamá durante todo el resto de la tarde y parte de la noche
con la historia mil veces repetida de la aventura recién vivida, quien tuvo que
escucharla una y otra vez, quedando así volcado el castigo que se le había
ocurrido para escarmentarlos, pensaba darles un buen susto y terminó
regalándoles una aventura más para las
incontables de su niñez.
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